De Gaudí podrán podrán decirse muchas cosas. Yo las he dicho en muy diversos sitios, en libros, en artículos, en ensayos y también he pasado muy buenos ratos contemplando sus obras, tan contradictorias a veces.
Gaudí empieza por ser una contradicción en sí mismo, lo que no quiere decir que su obra carezca de coherencia o unidad, que eso es otra cuestión. Precisamente hay obras de Gaudí en las que esas contradicciones han generado una poderosa expresión unitaria.
Analicemos algunas de estas contradicciones. Por ejemplo, Gaudí es un gran genio constructor, posiblemente uno de los mayores genios constructores que jamás hayan existido. Sus elementos arquitectónicos —arcos, bóvedas, columnas, etcétera— se conciben al servicio de la función mecánica que ejercen. Esta teoría ha dado lugar a los arcos parabólicos y a las columnas inclinadas, rasgos peculiares de su estilo. Según César Martinell, esto supone el mayor avance de la arquitectura en piedra, desde la época ojival hasta nosotros. Pero al mismo tiempo, este maestro de la construcción y de la estereotomía, porque puede ir más allá de las leyes mecánicas, hace muchas veces befa y burla sangrante de ellas. En el Parque Güell, las columnas dóricas, que indican pesantez y reposo casi clásicos, sostienen un techo que parece un blando velario, abolsado por el peso del agua o movido por el viento; una forma perfectamente anticonstructiva, en contradicción con la rigidez de las columnas. Éste es uno de los recursos en que se goza estéticamente el maestro para obtener efectos desconcertantes. Las formas blandas, en contraste con la dureza geométrica, son puro surrealismo y el surrealismo es uno de los ingredientes no desdeñables de Gaudí. Por eso Dalí lo consideró como un precursor y, poco después de su muerte, dio una conferencia sobre él en París que pasó casi inadvertida. Por eso pudo hablar de la «Beauté terrifiant et comestible de l´Architecture Modern Style», en el periódico Le Minotauro.
El gran constructor es, paradójicamente, el arquitecto que ha creado las formas esculturales más geniales y atrevidas, como son los remates de chimenea del Palacio Güell y de La Pedrera, las cubiertas de los pabellones de ingreso del Parque Güell, los terminales de las torres de la Sagrada Familia y los modelos de ventanales de esta última, a mi juicio, lo mejor de su obra escultórica, en los que encontramos una extraña premonición del cubismo a lo Lipchitz. Lo único que escultóricamente resulta flojo en la obra de Gaudí es la propia escultura figurativa con que decoró la fachada de la Navidad del templo de la Sagrada Familia. Encontró defensa en las formas animales por su mayor fantasía, pájaros y moluscos, sobre todo, pero las figuras humanas, con su trivial realismo, resultan insípidas.
Gaudí empieza por ser una contradicción en sí mismo, lo que no quiere decir que su obra carezca de coherencia o unidad, que eso es otra cuestión. Precisamente hay obras de Gaudí en las que esas contradicciones han generado una poderosa expresión unitaria.
Analicemos algunas de estas contradicciones. Por ejemplo, Gaudí es un gran genio constructor, posiblemente uno de los mayores genios constructores que jamás hayan existido. Sus elementos arquitectónicos —arcos, bóvedas, columnas, etcétera— se conciben al servicio de la función mecánica que ejercen. Esta teoría ha dado lugar a los arcos parabólicos y a las columnas inclinadas, rasgos peculiares de su estilo. Según César Martinell, esto supone el mayor avance de la arquitectura en piedra, desde la época ojival hasta nosotros. Pero al mismo tiempo, este maestro de la construcción y de la estereotomía, porque puede ir más allá de las leyes mecánicas, hace muchas veces befa y burla sangrante de ellas. En el Parque Güell, las columnas dóricas, que indican pesantez y reposo casi clásicos, sostienen un techo que parece un blando velario, abolsado por el peso del agua o movido por el viento; una forma perfectamente anticonstructiva, en contradicción con la rigidez de las columnas. Éste es uno de los recursos en que se goza estéticamente el maestro para obtener efectos desconcertantes. Las formas blandas, en contraste con la dureza geométrica, son puro surrealismo y el surrealismo es uno de los ingredientes no desdeñables de Gaudí. Por eso Dalí lo consideró como un precursor y, poco después de su muerte, dio una conferencia sobre él en París que pasó casi inadvertida. Por eso pudo hablar de la «Beauté terrifiant et comestible de l´Architecture Modern Style», en el periódico Le Minotauro.
El gran constructor es, paradójicamente, el arquitecto que ha creado las formas esculturales más geniales y atrevidas, como son los remates de chimenea del Palacio Güell y de La Pedrera, las cubiertas de los pabellones de ingreso del Parque Güell, los terminales de las torres de la Sagrada Familia y los modelos de ventanales de esta última, a mi juicio, lo mejor de su obra escultórica, en los que encontramos una extraña premonición del cubismo a lo Lipchitz. Lo único que escultóricamente resulta flojo en la obra de Gaudí es la propia escultura figurativa con que decoró la fachada de la Navidad del templo de la Sagrada Familia. Encontró defensa en las formas animales por su mayor fantasía, pájaros y moluscos, sobre todo, pero las figuras humanas, con su trivial realismo, resultan insípidas.
Veamos otra de las contradicciones del arquitecto de la Sagrada Familia. En una época académica y escolástica como pocas, fue un rabioso individualista que no puso trabas a su fantasía ni frenó nunca su omnímoda originalidad.
El observador superficial asegurará que jamás ha existido un arquitecto menos apegado al pasado, menos tradicional; en una palabra: se trata de un arquitecto antihistoricista. Y, sin embargo, la cosa no es tan simple y pronto nos aparece otra de sus contradicciones y de las más interesantes de auscultar, de las que mejor pueden revelarnos parcelas de su íntima sensibilidad. En el fondo, volviendo las tornas, podemos decir que Gaudí es uno de los arquitectos más delicadamente historicistas que han existido. Pero lo ha sido de una manera sutil, indirecta, insinuada. Esto es lo que lo distingue de sus contemporáneos, de un Puig i Cadafalch, de un Domènech, de un Mélida, de un Rodríguez Ayuso, de un Repullés.
Parecería que viviendo en el ambiente catalán de fin de siglo se dejaría llevar por el medievalismo que tan unido estaba al medio local. Pero junto con el medievalismo de carácter gótico, encontramos en Gaudí una notable influencia del mudejarismo.
Mudéjar es una de las primeras explosiones, desorbitada y juvenil, de su ingenio: la Casa Vicens (1878 a 1880). Mudejarismo de la más insinuante factura hay en los interiores del Palacio Güell (1885-1888), una de las obras maestras del artista. Sus interiores, francamente exquisitos, están tratados con un sentido de la fragmentación espacial plenamente morisco y del que se desprende un efecto mágico, como de palacio encantado. De recio mudejarismo hispánico está imbuido el convento de las Teresas, en la Bonanova (1889-1894), cuyas aparejadas fábricas nos recuerdan la caliente textura de los muros toledanos. Para mí, éste es uno de los edificios más importantes de la obra de Gaudí, acaso el preferido de todos, porque en él se conjuga la máxima originalidad con un equilibrio extraordinario, basado en ritmos lineales. Por sus elementos reticulares, por la simplicidad de su volumen y por su sugestiva skyline, parece la obra de un joven maestro de hoy, como Paul Rudolph o Minoru Yamasaki.
A mí me descubrió también a Gaudí la obra de un arquitecto japonés llamado Tokutoshi Torii, titulada El mundo enigmático de Gaudí. Una obra en dos tomos sumamente interesante.
Torii había venido a España con una beca de su país para estudiar la arquitectura que se hacía en España. Al salir en Barcelona de una estación de metro en el Paseo de Gracia, se encontró con la Casa Batlló y se quedó como hechizado, olvidó todos sus planes y sólo quiso estudiar a Gaudí. Vino a Madrid y solicitó entrar en mi estudio, donde me pidió un tablero y un lugar para trabajar, a mí todo ello me emocionó y le di cuanto me pedía.
En días y meses, vi como se iba desarrollando su trabajo y como se producía una extraña compenetración, entre el genio de Gaudí y la sensibilidad del joven arquitecto japonés. Luego he comprendido que existe una extraña simbiosis entre el mundo de Gaudí y el mundo japonés. La mentalidad japonesa espiritualiza la materia y materializa el espíritu, y comprendo que no otra cosa significa la obra de Gaudí, hasta un punto de máxima tensión.
Toda obra de Gaudí y especialmente la Sagrada Familia o la Capilla de la Colonia Güell, supone una espiritualización de la materia con el correlato de materializar el anhelo espiritual.
El músico con sus sinfonías, el poeta con sus rimas y ensoñaciones, viven en plena efusión espiritual, pero Gaudí necesitaba apelar a la materia para infundirle su propio espíritu, un espíritu, que, al no caber en los límites terráqueos, quiere subir al cielo.
Esto nos permite comprender la sintonía del mundo de Gaudí con todo lo oriental y que se resume en considerar que el arquitecto espiritualiza la materia al mismo tiempo que materializa el anhelo espiritual. La Sagrada Familia es un ejemplo de lo que decimos.
El sorprendente genio de Gaudí, nos lleva a considerar que el artista llevado de la propia confianza en sus facultades ha trascendido los límites —las que pudiéramos llamar reglas de juego— y se ha lanzado a explorar nuevos y peligrosos territorios donde ya no gobierna la prudente musa del compás y de la escuadra.
Tal es el caso, por ejemplo, de la Casa Milá, en el paseo de Gracia de Barcelona, vulgarmente conocida por La Pedrera (1905-1907). Ésta es una de las magistrales creaciones del genio gaudiniano en su máximo apogeo y desenvolvimiento. Pocas veces la piedra ha sido tratada con una solemnidad tan ciclópea y contundente como aquí. Esta fachada tiene más de geología que de arquitectura. La falta de correspondencia vertical entre sus huecos, y su variedad, le dan una impresión de bloque total que no se hubiera alcanzado siguiendo las sendas trilladas de la arquitectura urbana al día. Fue una de sus geniales intuiciones. La cerrajería de esta casa es uno de los prodigios de su numen creador. Ningún precedente, por remoto que sea, puede ayudarnos a comprender esta verdadera creación ex nihilo. Los hierros plegados y retorcidos tienen un no sé qué de vegetación seca y espinosa que conjuga admirablemente con la arquitectura molar y geológica de La Pedrera. La cubierta, con sus vertientes onduladas y caprichosas chimeneas y remates, es uno de los mejores ejemplos de la escultura abstracta del maestro. También aquí nos hemos escapado de los límites de la arquitectura, en busca de una libertad mayor.
Una de las razones de la popularidad de Gaudí reside en ese estar siempre moviéndose en territorios limítrofes, sin encerrarse jamás en la cárcel metodológica de la arquitectura. Las personas legas, e incluso las cultas, rara vez se sienten arrastradas por la emoción estética de la arquitectura, que tiene que ceder el campo a las otras artes —pintura, música, escultura— mucho más expresivas. En la medida en que Gaudí se escapa o no llega a la arquitectura, se amplía la banda de su espectro emocional y su arte llega a zonas más extensas y numerosas. Las gentes lo han llamado «poeta en piedra», frase, por otro lado, bastante tópica y que no puede decir nada, pues tampoco hay motivo para que no se pueda asegurar lo mismo, aunque se trate de poesía diferente, de Juan de Herrera y El Escorial. Pero esto de llamarlo «poeta en piedra» nos vale para comprender cómo el gran público ha querido siempre exaltar los valores extraarquitectónicos del maestro. La mejor prueba de su popularidad está en que es el único arquitecto que cuenta con una Sociedad de Amigos cuyo fin es el de exaltar su figura; lo que, por cierto, hace admirablemente. (Por Fernando Chueca Goitia, in http://cvc.cervantes.es/actcult/gaudi/chueca.htm)
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